“LOS POSTIGOS” – Héctor Chaponick
Los postigos indagaba, acusaban, desde el anonimato de la noche. Dora llegaba semidormida por la vereda silenciosa que bordeaba su humilde casa de suburbio. El barrio entero descansaba: obreros de fábrica en su mayoría, se levantaban con el silbato estridente de las seis. El barrio era sin duda una estampa de esas de los antiguos tangos, con una luna real y un farol que se balanceaba solitario.
Dora llegaba como una gracia entre las brumas, como una blanca aparición. La luz cobriza de la luna se desplegaba cómoda sobre sus pequeños pasos.
Hay una hora en que la noche se niega a las palabras, que se retrae en sombras como un viejo fantasma. Ella venía venciendo esos silencios, con su impasible rostro de muchacha y el sueño pesando en sus débiles párpados. Venía casi como acunándose, rendida.
Siempre era alrededor de las dos de la mañana. El colectivo la dejaba a cuatro cuadras. Ella las caminaba solitaria y en los postigos acechaban ojos ávidos de la vecindad. Mujeres de sueño liviano, maridos aburridos que buscaban en ese cielo avizor de los postigos, la aventura imprevista para sus vidas ínfimas, viejas matronas que vigilaban la virtud en las sombras y recogían de ese mirador empecinado, tema para chismes.
Por las mañanas, cuando las sombras se disipaban, cuando el simbólico farol cedía terreno al sol callejero y los hombres habían marchado ya para las fábricas, se iniciaban las rondas de la feria, de la panadería, del mercado, el diario y promiscuo cotorreo. Y las sospechas rodaban impunes por los patios como el agua de los baldes.
Dora con sus nocturnos regresos a la casa de la calle Guayra era carne de comentarios de ironías contenidas e ilusiones.
El barrio era así, simple y visceral, torpe e inocente aún hasta la crueldad.
Vivía de los ensueños de la radio, de la novela de la tarde, de la ilusión de algún cine de domingo. Los hombres despuntaban en el almacén el lujo del truco o la escoba y comentaban la posible ceguera del presidente Ortiz o los últimos golazos de Arsenio Erico, el paraguayo.
Dora llegaba a la casa de rejas celestes, esa destruida casita cuyo jazmín criollo aspiro aún en el recuerdo. Llegaba siempre sola, desafiando las sombras, el ladrido de los perros y la acechanza tenaz de los postigos.
Así se desarrollaba esta pequeña historia gris, con dos planos paralelos en los que la abnegación y la calumnia andaban cada una por su lado, un mismo camino sin rozarse, sin dirimir supremacías, como gajos de un mismo misterio hendido en la noche.
Pero la casualidad y el gallego Felizia se encontraron para bien. El gallego al que habían echado de la mudadora por unas hernias oportunas, entró a trabajar de ordenanza en la Universidad de Buenos Aires. Y él aportó su valioso testimonio, imprevisto, rebelador, sorprendente.
Fue justamente ese cuatro de agosto cuando Dorita Marinaro aprobó la última materia de cuarto año de medicina.
Y avergonzados, se cerraron hasta los postigos más crueles.
Héctor Chaponick.
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